martes, 16 de diciembre de 2014

Tras los pasos del oso

Fue una semana completa de inmersión en plena naturaleza, dentro de un marco incomparable como es el Parque Natural de Fuentes del Narcea, Degaña e Ibias. El Campamento Oso Pardo resultó ser una grata experiencia que recomiendo a cualquier naturalista, sea de la edad que sea.

Buscando fauna nada más llegar. Foto: Chema Díaz.

En este privilegiado enclave se pueden descubrir innumerables rincones en los que la naturaleza se muestra en todo su esplendor, invitándonos a recorrer paisajes de todo tipo: ríos, lagunas, frondosos bosques, lugares de alta montaña...

Hayedo de Monasterio de Hermo

Hayedo de Monasterio de Hermo

Lagunas de Fasgueo

Atravesando un espectacular abedular. Foto: Chema Díaz.

Por caminos de montaña. Foto: Chema Díaz.

Por una cómoda pista forestal. Foto: Chema Díaz.

Y por un camino algo más complicado. Foto: Chema Díaz.

Descanso y comida al aire libre, otro buen momento del día. Foto: Chema Díaz.

Mi experiencia coincidió con esa época del año en la que el otoño empieza a mostrar sus cartas y el verano aún quiere dar los últimos coletazos, condiciones bajo las que la diversidad paisajística se acentúa con los cambiantes fenómenos meteorológicos.

Vista de La Penona

El arco iris a nuestros pies

Capturando el momento. Foto: Chema Díaz.

Sin olvidarnos de sus apacibles pueblos y su arraigada cultura, como la de los cunqueiros o tixileiros, que pudimos vivir en primera persona en el pueblo de Tablado (Degaña).

Asistiendo a la demostración de Vitorino. Foto: Chema Díaz.

Como suele ocurrir con la fauna salvaje, las previsiones casi nunca se cumplen. Y, si bien el oso pardo cantábrico (Ursus arctos cantabricus) era el objetivo principal, durante su búsqueda surgieron otras muchas especies, algunas a priori más difíciles de avistar, como la marta (Martes martes) o el lobo ibérico (Canis lupus signatus). Y otras mucho más previsibles, como el rebeco cantábrico (Rupicapra pyrenaica parva), el corzo (Capreolus capreolus), el jabalí (Sus scrofa) o multitud de aves.

Rebeco observándonos confiado

Buen rebaño de rebecos. Conté 64, pero seguro que había alguno más.

Corzino juguetón

Su madre, precavida antes de entrar en el bosque

Conocer las pautas de comportamiento de los osos salvajes en esta región es fundamental para poder dar con su paradero. Y es realmente interesante aprender a interpretar los rastros e indicios de presencia que los plantígrados van dejando a su paso. A lo largo de los días que duró el campamento, fuimos descubriendo cómo algunas cosas que normalmente pasarían desapercibidas al ojo poco experimentado, podrían significar que el oso había visitado recientemente el lugar en que nos encontrábamos. Pudimos comprobar que era muy frecuente encontrar árboles con varias ramas partidas o con marcas sobre su corteza, síntoma de que algún oso habría trepado, a menudo hasta lo más alto del árbol, atraído por sus frutos.

Tronco de cerezo con marcas de las garras del oso

Frutal con una de sus ramas rotas, probablemente por la acción del oso.

Marcas en el tronco del mismo árbol

Resulta muy emocionante pensar que un animal salvaje de ese porte haya pisado la misma tierra que uno mismo apenas unas horas antes. Quizá los excrementos sean el tipo rastro más determinante para interpretar lo cercano que pueda encontrarse. Además, se puede conocer con facilidad lo que ha comido, lo cual es útil para conocer las preferencias de alimentación de los osos en cada época del año y, por consiguiente, para saber dónde buscarlos.

Excremento de oso tras haberse alimentado del fruto del arraclán

Aunque lo más vistoso siempre es topar con las huellas que va dejando el animal a su paso sobre sustratos blandos.

Huella de extremidad anterior de oso

Huella de extremidad posterior de oso

Aprendimos también que, cuando tengamos la sospecha de que algún oso se mueve por la zona, tampoco hay que dejar de observar las alambradas y árboles al borde de los caminos. Pueden proporcionarnos alguna prueba más. Eso sí, hay que saber diferenciar los pelajes de los distintos animales salvajes y domésticos para obtener una conclusión fiable.

Pelo de oso enganchado en una alambrada

Transcurrieron los días, llenos de anécdotas, convivencia, aprendizaje y avistamientos. Pero los osos no aparecían. Sin duda, andaban cerca de los lugares que visitábamos, como así lo corroboraban los vecinos. Y es que, a pesar de su tamaño, han aprendido a escabullirse y desaparecer de las miradas humanas. Quizá de no haber desarrollado esta capacidad, hoy no podríamos seguir hablando de ellos, pues sus poblaciones fueron perseguidas hasta fechas no muy lejanas. Por suerte, fuimos testigos de que en los últimos años se ha producido un importante cambio de mentalidad, y gran parte de la población local ha dejado de ver al oso como una amenaza y un enemigo, pasando a ser un signo de riqueza, natural y, por qué no decirlo, también económica. No se puede decir lo mismo del lobo.

Observando en Fondos de Vega. Foto: Chema Díaz.

Desde una privilegiada atalaya. Foto: Chema Díaz.

En lugares así, siempre aparece algo interesante. Foto: Chema Díaz.

Refugiados de las inclemencias meteorológicas. Foto: Chema Díaz.

Con osos o sin ellos, el entorno en esta zona acostumbra a mostrarse espectacular. En un bonito amanecer pudimos gozar de la observación de una manada de lobos que, como fantasmas en la montaña, tan pronto aparecieron como se esfumaron. Apenas unos segundos que me transmitieron una fuerte sensación de fortaleza e inteligencia de una especie que ha sabido llegar hasta nuestros días dentro de un ambiente tan hostil. Como también me llamó la atención la convivencia con los rebaños de vacas que pastaban, sin ningún síntoma de nerviosismo, a unos metros de los tantas veces calificados como asesinos.

Amaneciendo entre lobos. Foto: Chema Díaz.

Buscar fauna y contemplar el bello paisaje siempre van de la mano

Mención aparte merece la experiencia de pasar la noche en plena naturaleza, con el silencio nocturno sólo interrumpido por el canto del cárabo o el ladrido de los corzos.

Pasando la noche en una cabaña. Foto: Chema Díaz.

Y así llegamos al último día de campamento. Sin perder la esperanza, pero con la idea de que era muy posible que nos fuésemos de allí sin ver al ansiado oso cada vez más afianzada en nuestras cabezas. Y entonces fue cuando, como tantas otras veces, la naturaleza nos hizo el mejor de los regalos. Una osa que había logrado el mérito de alcanzar el otoño acompañada de sus tres juguetonas crías.

Osa con tres crías

Un esbardo tenía un color especialmente claro. Foto: Chema Díaz.

Atravesaron prados, zonas arboladas y canchales. Fotos: Chema Díaz.

El pequeño avellano del centro soportó el peso de los cuatro

Durante nada menos que hora y media pudimos seguir el comportamiento en estado natural de esta familia. Un buen rato estuvieron los cuatro encaramados a la copa de un sufrido avellano. El resto del tiempo, los esbardos correteaban incansables por el empinado terreno, mientras su madre seleccionaba cuidadosamente el camino a seguir en la procura de alimento y, finalmente, perdiéndose en la espesura buscando un lugar para descansar.


Momentos que premiaron una semana de perseverancia en la búsqueda de una experiencia inolvidable como la que acabábamos de presenciar en vivo. Aunque, lejos de colmar nuestra hambre naturalista, aún nos quedaban ganas de más. Por lo que, al atardecer, intentamos localizar a la familia desde un lugar algo más cercano, intuyendo la zona en la que habrían encamado. De nuevo hubo premio, ¡estábamos en racha, pero esta vez se trataba de un oso diferente! También una hembra, en este caso sin crías, y seguramente preñada desde la primavera. En esta ocasión, se afanaba en engullir, a una velocidad que yo no habría imaginado antes de verlo, todos los arándanos que encontraba a su paso.

El escarpado terreno no es obstáculo para los osos

Comiendo arándanos a toda velocidad

Hay que ganar peso antes de que llegue el invierno

Al salir de la osera, probablemente lo haga acompañada.

Fue el colofón perfecto a unos días de magníficas experiencias, con el placer de comprobar que aún quedan animales que, sin necesidad de que viajemos muy lejos, dentro de nuestra sobreexplotada tierra, llevan una vida completamente salvaje. Los osos de la Cordillera Cantábrica estarán a estas alturas a punto de entrar en sus oseras, si no lo han hecho ya. Y cuando salgan dentro de unas semanas, esperemos que haya unos cuantos oseznos más, y año tras año se confirme que hemos llegado a tiempo para conservar una especie emblemática y que nuestras sucesivas generaciones también tengan el derecho, y el privilegio, de disfrutar de la convivencia con ellos.


miércoles, 10 de diciembre de 2014

Comadreja urbanita

Señora 1: ¡Aaaaah! ¿Cómo se llama eso???
Señora 2: Es un... eeeeeh... no es un ratón, eso no...
Yo: Es una comadreja.
Señora 3: ¡Una ardilla! ¡Es una ardilla!
Señora 1: Que noooo, es una comadreja, te lo está diciendo el chico.
Señora 2: Es igualita que la de "Ice Age"
...

Los viandantes asistíamos sorprendidos a los ires y venires de aquel diminuto animal en uno de los lugares más transitados de la ciudad. Con cierto descaro, inquieta pero sin aparente temor a la jungla urbana en la que se había metido, se movía entre las zonas ajardinadas.

La encontré ya pisando el asfalto de una de las calles de más tráfico de la ciudad. Por suerte, decidió que no era buena idea cruzar la calle. Recorrió la rampa del parking subterráneo, pero también entendió que no era lugar para ella.

Con el teléfono móvil, apenas acierto a grabar un vídeo, testimonio de tan inusual evento.


El deber me llama y debo subir a la oficina. Desde la ventana echo otro vistazo y de nuevo la veo cruzar la plaza entre un jardín y otro. Me pregunto qué la habrá atraído hasta aquí. Sea lo que sea, no merece la pena exponerse a tantos peligros. Sospecho que las cercanas vías del tren han podido servir de camino directo hasta el núcleo urbano. Sólo cabe esperar que tenga un poco de suerte y que el billete sea de ida y vuelta.

jueves, 23 de octubre de 2014

Retratos cercanos

Rescato unas fotos del verano en las que queda patente que, allá donde son respetados, los animales se muestran mucho más cercanos ante la presencia del ser humano, permitiéndonos el lujo de observar con detalle no sólo sus rasgos físicos, cosa que también podríamos hacer en un zoológico, sino también sus patrones de comportamiento habituales en estado salvaje.

Fue poner el pie por primera vez en el Parque Nacional de Monfragüe y se abrió la caja de las sorpresas. En mitad de una explanada de tierra que hacía las veces de aparcamiento provisional en sustitución del que se estaba en obras, nos vigilaban un par de chorlitejos chicos (Charadrius dubius). Desde luego que no esperaba encontrarlos allí, entre turismos y maquinaria pesada, y se me dispararon las expectativas ante la sensación de que sería sólo el aperitivo de una jornada muy divertida.


Una de las primeras paradas fue la del famoso Salto del Gitano, del que tantas fotografías había visto con anterioridad. No sé por qué tenía la idea de que se trataba de un lugar tranquilo y apartado, al que había que llegar a pie. Nada más lejos de la realidad: las imágenes no me habían mostrado la carretera que se oculta inmediatamente detrás del fotógrafo, ni las decenas de turistas, llegados de todas partes del mundo, que allí se acumulan. Sin embargo, todo ello no evitó que quedásemos maravillados con el lugar, de paisajes de por sí espectaculares, pero donde los buitres leonados (Gyps fulvus), más que acostumbrados a los observadores, son los verdaderos protagonistas, invadiendo por momentos todo el espacio aéreo sobre nuestras cabezas.





Sobre estos grandullones se centraban la práctica totalidad de las miradas de los visitantes, pero no son los únicos que habitan allí. Impresionado me quedé en varias ocasiones, cuando los aviones roqueros (Ptyonoprogne rupestris) pasaron rozando nuestras cabezas en mitad de sus acrobáticos vuelos de persecución de insectos. Incluso se posaban a descansar en lugares inusualmente próximos a la gente.




Aunque, para cercanía, la de los ciervos (Cervus elaphus). Desde la misma carretera, sólo las crías se mostraban algo recelosas ante nuestra presencia. Inquietas, parecían no entender la actitud pasiva de sus madres, que, acostumbradas a no ser molestadas, seguían a lo suyo sin inmutarse.




Y no es una exageración cuando digo que no se inmutaban.



Vamos, parecido a lo que ocurre en otros lugares, donde un ciervo te detecta a cien metros de distancia y sale huyendo despavorido. Por suerte para los que habitan en Monfragüe, allí nadie les dispara ni a nadie le molesta lo que comen o por donde se mueven. Ellos son los dueños de la dehesa.




Los milanos negros (Milvus migrans) eran muy abundantes, y con frecuencia los veíamos sobrevolando las carreteras a baja altura. Para ellos es una fuente de alimento como otra cualquiera y no dudan en aprovecharla.


A pesar de la confianza y cercanía, todas las especies de animales mantenían un comportamiento natural. Todas menos una, pues la excepción la ponían algunos zorros (Vulpes vulpes) que se dedicaban a esperar a la gente en merenderos y miradores, con cara de "dame algo".




Flaco favor les hace quien les da comida (haciendo caso omiso de las normas del parque). Una cosa es poder gozar de la confianza de los animales, que nos obsequian con su cercanía a cambio de nuestro respeto, y otra cosa muy diferente es interferir en sus costumbres y hacerlos dependientes de las personas.



No todo podían ser distancias cortas. Algunas de las especies más escasas y emblemáticas hubo que disfrutarlas desde la lejanía. Fue el caso de una imponente águila imperial ibérica (Aquila adalberti), que cruzó el cielo durante unos segundos.


O del único ejemplar de buitre negro (Aegypius monachus), de plumaje un tanto maltrecho, que tuvimos la ocasión observar. Mis dudas acerca de si sería capaz de distinguirlo fácilmente de su pariente el buitre leonado quedaron despejadas al instante, pues a una distancia razonable no hay lugar para la confusión.


Aunque relativamente escasos, mucho más fácil fue el avistamiento de varios alimoches (Neophron percnopterus) a lo largo y ancho del parque.


Y también se dejaron ver varias cigüeñas negras (Ciconia nigra), otra especie totémica de la zona. Eso sí, éstas no entienden de confianza con el ser humano y siempre mantienen una considerable distancia de seguridad.


Tampoco excesivamente confiados se mostraban los roqueros solitarios (Monticola solitarius), por lo que no pude tomar apenas fotografías de ellos, a pesar de haber visto unos cuantos.


Pero estábamos en Monfragüe y enseguida llegó el contrapunto a los avistamientos a través del telescopio y los prismáticos. Un sonido metálico a nuestras espaldas nos llamó la atención cuando nos encontrábamos rastreando los roquedos del otro lado del Tiétar. Subido al guardarraíl cantaba, más chulo que un ocho, este macho de perdiz roja (Alectoris rufa).



Pongo el punto final con una especie que, además de ser muy bonita, me impresionó por su inteligencia. Hablo del rabilargo (Cyanopica cyanus), abundante, oportunista y escurridizo. Si estás comiendo un bocadillo, empezarán a rondarte, pero no bajarán a por las migajas hasta que les hayas dado la espalda y te hayas alejado unos metros. Éstos sí que saben que no somos de fiar.